Hace escasos días, sumido en la silenciosa madrugada, revisaba El secreto del libro de Kells (Tomm Moore & Nora Twomey, 2009). Me gustó (aún) más que la primera vez que la vi en pantalla grande. No descubrí nada nuevo pero, tras haber asistido a la proyección de La canción del mar (Tomm Moore, 2014) en la Muestra Syfy, comprendí que aquella ópera prima animada no era sólo una singular y bonita anomalía proveniente de Irlanda, sino también el nacimiento de un genio, de un artista que era, a la vez, poeta, humanista y un cuentacuentos excepcional. Todo lo bueno (que era mucho) de aquella su primera incursión en el mundo del cine se reafirma (y expande) en éste, su segundo film, que podría decirse, sin paños calientes, apunta a clásico mayor del cine de animación de todos los tiempos. Más luminosa y accesible que El secreto del libro de Kells, pero también más sofisticada, completa y conmovedora, la historia narrada gira en torno a la leyenda fantástica de las selkies, surgida del folclore escocés e irlandés entre otros. Estas criaturas mitológicas eran focas que podían transformarse en personas de gran belleza, y gozaban de la oportunidad de entablar relación con el ser humano y formar una familia. Llegados a este punto, es preciso añadir que los protagonistas, una familia con esa mágica particularidad, deberá salvarse de una maldición que acecha la tierra donde viven y, en especial, a la hija menor, por cuyas venas fluye la sangre selkie de su desaparecida madre.
Es fácil, y también comprensible y hasta inevitable, que surjan comparaciones con el cine de Hayao Miyazaki (algunos dirán, con razón, que no hay mejor elogio), puesto que, con sólo dos películas en su haber, Moore ha establecido en el dibujo hecho a mano su particular campo de batalla (artística) y ha adoptado como elementos esenciales y vertebradores de sus relatos la naturaleza, la fantasía, la inocencia y, por encima de todo, la más pura emoción (les suena, ¿no?), pero todo esto bajo una marcada e insobornable personalidad que ya mismo podría definirse como única en el mundo. Y, en efecto, La canción del mar no se parece a nada que jamás se haya visto. Sólo, por supuesto, a la obra precedente de Moore, aunque en esta ocasión se ha sofisticado, madurado y embellecido el acabado visual y su autor ha logrado encontrar un camino más directo, dulce y emotivo hacia lo más profundo de nuestro corazón. Si bien en la primera se establecía un discurso adulto y probablemente no tan bien hilado sobre el arte contra la barbarie, ahora Moore ha sido aún más ambicioso y nos habla, con idéntica madurez y sabiduría, de cómo lidiar con el dolor, la pérdida, la tristeza. Y en semejante lucha, en tamaña aventura, plasmadas con algo más que genio y alma de poeta inmortal, se entona un hermoso canto a la vida y también a la muerte, al reencuentro y a la despedida. No es sólo pura magia lo que brota de sus preciosas e inolvidables imágenes, dibujadas con un lápiz que deja temblando al 3D, sino además una inesperada sesión de arte terapéutico que, sencillamente, ayuda a seguir viviendo en tiempos oscuros.
En su mismo final, imprimido para siempre en la memoria de quien esto escribe, se da la nota precisa que ofrece la medida de grandeza de la película, capaz de forjar poderosas metáforas visuales (a su vez magníficas ideas) que sirven para confirmar la altura de su autor y su habilidad para plantear cuestiones complejas y universales. Tomm Moore ha escrito su nombre a fuego en la historia del cine de animación, acompañando a Sylvain Chomet (Bienvenidos a Belleville, El ilusionista) como autor imprescindible dentro del panorama del cine animado europeo, que gracias a esta obra maestra ha rubricado otro capítulo de oro, demostrando su envidiable salud que, esperemos, siga el mismo sendero de la última década, donde ha sido capaz de plantar cara a las mismísimas obras mayores de Pixar o Miyazaki. Un lujo, un regalo, que el espectador agradecerá con lágrimas en los ojos.
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