Hace años, cuando Tomorrowland no era más que un boceto, una idea, se publicitó como la primera película no animada del célebre estudio Pixar. Al final, dicho sueño se dispersó hasta desaparecer, pero Disney siguió al pie del cañón. De aquello, una cosa sí estuvo clara desde un principio, y es que Brad Bird, director estrella de la compañía (Los increíbles, Ratatouille), sería el encargado de llevar aquel mundo imaginario a un proyecto real. Él es, o al menos era, la esperanza fundamental a la que cualquier espectador mínimamente informado se había encomendado para disfrutar de una gran obra. Sus antecedentes al margen de Pixar (El gigante de hierro, el nuevo resurgir de la saga Misión Imposible con Protocolo fantasma) también daban margen para la agradable sorpresa. Por contra, entre los tres guionistas del film se encuentra Damon Lindelof, y eso, a más de uno, le dará un lógico pavor. Para quienes no sepan quién es, o simplemente por hacer memoria, es preciso recordar que Lindelof era uno de los guionistas estrella de Perdidos (2004-2010) y quien tomó el mando de la nave abramsiana cuando empezó, en la más extendida opinión, a irse a pique. Por si fuera poco, también se encargó, “ayudado” por otros lumbreras del gremio, de hinchar de contraproducente y ridícula seriedad la muy decepcionante Cowboys & Aliens (Jon Favreau, 2011), aunque tocó fondo con aquel despropósito torpe, antipático y, para más inri, infiel al universo alien que fue su aportación a Prometheus (Ridley Scott, 2012). En definitiva, dos puntos de partida, más opuestos imposible, que desequilibraban, hasta casi hasta anular, toda expectativa generada en torno a la película que nos ocupa. Ahora, una vez visionada Tomorrowland: El mundo del mañana (2015), que ha sido víctima de esa absurda costumbre made in Spain de subtitular el nombre de las películas con la traducción literal del título original (¿alguien me lo explica?), cabe decir que ni Bird ha brillado demasiado ni Lindelof ha destrozado la idea primigenia. Los prejuicios (tanto positivos como negativos) no han acertado y el resultado final es, precisamente, eso: un término medio que ni emociona ni ofende, una película agradable aunque desaprovechada que no aspira a mucho más que a ser el primer blockbuster de la época (casi) veraniega, aunque con fundamento.
La primera media hora genera unas esperanzas inesperadas y muy gozosas, pues la fantasía incesante y el protagonismo de la aventura infantil y/o adolescente le hacen a uno retrotraerse a la década mágica de los años 80, a ese cine de sello spielberiano, de marca Amblin, que tantas alegrías dio (y sigue dando) a todo buen cinéfilo. Ese ambiente impregna la apertura de la película y extiende su influencia durante un rato vibrante y delicioso dominado por el descubrimiento constante y el sentido de la maravilla. Lamentablemente, ese fulgor cándido termina por extinguirse más pronto que tarde ante el devenir de una aventura fantástica (con auténtico espíritu de sci-fi) más convencional de lo deseado y poco arriesgada que, según pasan los minutos, va estancándose sin apenas darse cuenta, desviándose puntualmente de ese esquematismo narrativo con eventuales fogonazos de humor o de chispa visual (esa Torre Eiffel como lanzadera espacial) merecedores de una sincera carcajada o de un repentino signo de exclamación. Pero a una premisa (y a una historia) con tanto juego y tantas posibilidades (la existencia de un mundo en otra dimensión donde todo es posible y los mejores y más capaces de la Tierra tratan de encontrar solución a los terribles problemas que nos aquejan) cabe exigirle(s) más, mucho más. Hay muchas más competencia que brillo (el cual se reduce a la futurista visualización de Tomorrowland) y Brad Bird permanece más invisible que nunca, con la excepción de algún sensacional plano secuencia en ese mundo del mañana, imágenes grabadas, como curiosidad, en la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia y, visto el resultado, siendo todo un acierto. A colación de esto, mencionar que es de agradecer, como hace poco ocurría (aunque de manera más palpable y meritoria) con la brutal Mad Max: Furia en la carretera (George Miller, 2015), que no haya un abuso de efectos especiales, salvo en momentos donde resultan imprescindibles, algo que ocurre en consonancia con el hecho de que gran parte del metraje suceda en nuestro planeta y no en el que da nombre a la película.
Así pues, Tomorrowland no pasaría de ser una digna y simpática aventura con escasas posibilidades de quedar anclada a la memoria si no fuera por su final, tachado como melifluo y naíf por diversos críticos (y razón no les falta, ojo), pero que engrandece la cinta, a pesar de esa tendencia al subrayado, al sermón al que se refería Peter Travers en que se convierte su loa humanista, aunque el que se larga el personaje de Hugh Laurie es de aúpa, simplemente irreprochable y lo mejor de todo el guión. Sin embargo, no hay que olvidar jamás que esto es Disney y que el público objetivo son chavales que, en ciertos momentos, necesitan de palabras claras e impactantes que les hagan pensar, reaccionar. Y no sólo ellos: todos nosotros deberíamos tomar muy en serio el mensaje de Tomorrowland, quizá algo ingenuo, es posible, pero no por ello menos valioso, y más aún en estos tiempos de zozobra existencial, de pesimismo globalizado y con muchas más nubes que claros. El cambio de concepto de “elegir a los mejores” por “elegir a los soñadores” es maravilloso, y en él reside la clave que nos lanzan sus autores, un llamamiento de esperanza e ilusión para no rendirse nunca, para creer, pues creer no es poder pero sí el primer y fundamental paso, y debemos darlo cuanto antes, juntos. Si queremos cambiar las cosas, claro. La conclusión, y respiren tranquilos porque ya termino, es que no hay otro mundo del mañana más que el nuestro, y que su futuro sólo depende de nosotros. El plano final posiblemente merecería una película mejor, pero muchos lo recordarán. Anima a luchar, a tirar para adelante. Y eso es mucho.
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