Recuerdo haber leído hace tiempo un artículo acerca de una profesora de Bellas Artes en Minnesota que llevó a sus alumnos a un museo con la intención de obligarles a que mantuvieran la mirada en un cuadro de su elección durante tres horas seguidas. Lentamente, el aburrimiento de los primeros minutos empezó a tornarse en algo insospechado, los estudiantes fueron partícipes de una experiencia individual al sobrepasar los límites visuales del cuadro y alcanzar una comprensión emocional de este, similar a la que podría haberse gestado en la mente de su creador. ¿A qué pudo deberse este fenómeno? Al contraataque de la norma establecida, quizás. Esa norma que nos impide prestar la atención necesaria a una obra de arte hecha para ser largamente contemplada y entendida por sólo unos pocos. Hoy en día, el tiempo nos es un bien demasiado preciado para gastarlo en algo que no suele reportar una satisfacción instantánea.
El largometraje Una paloma se posó en una rama a reflexionar sobre la existencia (En duva satt på en gren och funderade på tillvaron, Roy Andersson, 2014) viene a cerrar la trilogía del director sueco acerca del ser humano tras Canciones del segundo piso (Sånger från andra våningen, 2001) y La comedia de la vida (Du Levande, 2007), y lo hace manteniéndose fiel al estilo de sus anteriores obras. Un estilo cinematográfico único y muy particular, por el cual Andersson sea quizás más conocido internacionalmente en su faceta de realizador publicitario, habiendo colaborado varias veces con Ikea o McDonald’s, entre muchos otros, a lo largo de los años, lo que muy inteligentemente le ha servido para financiarse a sí mismo proyectos ambiciosos como el presente.
Una paloma se posó…, León de Oro en la pasada edición del Festival de Cine de Venecia, consta de unas tres docenas de planos secuencia en su más estricta definición. Haciendo uso de una cámara completamente estática, inmóvil, cada escena corresponde a un solo plano, no obstante, debido a la minuciosidad de su composición visual, sería más correcto afirmar que cada plano corresponde a una sola escena. Sin duda, el director europeo es un firme creyente de la teoría del montaje como reductor de la capacidad comunicativa de una imagen fija. Andersson, muy probablemente influido por la pintura simbolista e hiperrealista, construye sus tiros de cámara con una precisión milimétrica y una profundidad de campo radical, dando la misma importancia al primer plano que al fondo. Se convierte en un artesano de la imagen. Sin embargo, y pese a que el cineasta coloca estratégicamente a sus actores para lograr en todo momento una armonía visual mediante líneas invisibles que dirigen la mirada del espectador hacia lo importante, no existe un fuerte dinamismo interno en estos planos. El ser humano retratado en esta película es un ente abatido, taciturno y desesperado, sin un rumbo fijo, y por esta razón sus personajes parecen muertos vivientes, tremendamente pálidos, serios, sin un ápice de vida en su interior. Paradójicamente, la pareja protagonista de vendedores ambulantes comercializa ridículos artículos de broma para hacer feliz a la gente, aunque lo único que irradien sea un continuo patetismo.
En el comedor de pasajeros de un barco, un hombre se desploma muerto al suelo tras haber pagado su almuerzo, por lo que la mayor preocupación de la tripulación es saber quién se quedará con la comida del cadáver. Para Andersson, el público termina por ser esa paloma que se posa en la rama a reflexionar, por lo cual el título del largometraje no es tan pretencioso como cabe pensar en un principio. Lo que presenciamos sentados en nuestras butacas no es otra cosa que la pura banalidad humana, es decir, gente corriente incapaz de comprender el verdadero sentido de los acontecimientos que suceden a su alrededor. Y para ello el cineasta no duda en recurrir al absurdo y a la comedia negra minimalista, armas de doble filo en sus manos. La risa que estas nos provocan no es por diversión, sino por extravagancia al comprobar que hay algo en estas viñetas de colores fríos y austeros que nos es familiar. Unas viñetas para las que se precisa, ante todo, paciencia y disposición, virtudes de las cuales carecían aquellos estudiantes estadounidenses de Bellas Artes, hasta que la belleza de los cuadros, fruto de la contemplación, les fue revelada.
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