martes, 26 de mayo de 2015

Cine Geek

Resulta cuanto menos curioso que hace menos de un mes se estrenara una película que, como la que ahora nos ocupa, se enclava en el conflicto de la guerra de Abjasia, a principios de los años 90. Se trata de la conmovedora Mandarinas (Zaza Urushadze, 2013) y es más que probable que, quienes hayan visto con anterioridad la cinta estonia nominada al Oscar, encuentren aún más similitudes entre ambas obras. Por un lado, que la historia gire en torno a un anciano que vive en medio de dicho conflicto ganándose la vida como agricultor; también, que sus autores apuesten por el minimalismo escénico y la sobriedad tonal e, incluso, que contemplen la aparición de un soldado herido como punto de inflexión de la narración. Sin embargo, son semejanzas más bien superficiales, casi anecdóticas. La apuesta del georgiano George Ovashvili es más radical, utiliza el conflicto bélico sólo como telón de fondo y prescinde de diálogos en toda la película, con la salvedad de algunos momentos puntuales. Además, no es un relato sobre la guerra, sino sobre la naturaleza y sus ciclos, en los que el ser humano aporta paz y guerra con penosa regularidad, y con los que no cabe sino aprender a convivir. Ovashvili presenta con Corn Island (2014) su segundo trabajo tras The other bank (2009) y, lamentando no haber tenido la oportunidad de ver su ópera prima, también situada en el conflicto étnico de Georgia, la impresión tras la proyección no es otra que la de asistir a una voz muy personal, arriesgada y en absoluto pretenciosa, libre de toda retórica. Ha visto recompensado su esfuerzo con numerosos premios en multitud de festivales de todo el mundo, y con tan sólo dos títulos en su filmografía se postula como un autor creciente al que no debemos perder de vista.

Corn Island

La trama es más que sencilla, mínima, y nos es relatada en apenas unos rótulos al comienzo de la película: el río Enguri es la frontera natural entre Georgia y Abjasia y, al llegar la primavera, sufre crecidas que arrastran materiales que, repentinamente, forman pequeñas islas fértiles. Una de éstas será habitada durante varios meses por un abuelo y su nieta para cultivar maíz y así lograr subsistir. Lo que el espectador verá en poco más de hora y media es precisamente ese proceso de construcción de una casa en dicho terreno y el posterior cultivo de la tierra, con ausencia casi total de diálogos en un curioso acercamiento al cine de ficción con cariz documental. Muchos críticos han invocado referentes que van desde Dersu Uzala (Akira Kurosawa, 1975) hasta Primavera, verano, otoño, invierno… y primavera (Kim Ki-duk, 2003), y eso se explica por el acercamiento poético a la naturaleza del que se sirve Ovashvili y la capacidad del mismo para hablar de la vida con extremada delicadeza y sencillez, pero no poca hondura. En una entrevista, su director aclaraba este punto, por si fuera necesario, recalcando que lo más importante de Corn Island es mostrar el fluir de la vida, ni más ni menos. Dicho y hecho, su película recala en no pocos asuntos trascendentales de una manera cadenciosa, sin levantar la voz, pasando a formar parte de esas obras en las que aparentemente no pasa nada y, en realidad, ocurre todo. Ovashvili nos habla de los ciclos vitales y de la regeneración implícita en cada uno de ellos en búsqueda del equilibrio natural, de ese eterno e inherente “volver a empezar”, y en ese camino bello, melancólico y fanganoso va dejando migas de pan (o semillas de maíz) tales como la pérdida de la inocencia, el despertar sexual, el dolor, el miedo, la supervivencia, la muerte… y una oda al trabajo y al dulce y amargo porvenir que se nos depara sin apenas darnos cuenta. Una pequeña hazaña cinematográfica que recuerda a la monumental Boyhood de Richard Linklater: si bien en aquella eran doce años, aquí nos relatan doce meses en los que uno también tiene la sensación de haber asistido a un pedazo de vida en constante palpitación, y también a la formación de un microcosmos perfectamente delineado en el que sus protagonistas sudan, sufren, lloran, se empapan y se ensucian ante los ojos de un espectador magullado, tal es el grado de realismo debido al excelso trabajo de puesta en escena y diseño de producción, lo que la convierte en un pequeño (gran) triunfo de una cinematografía tan ajena a nosotros como la georgiana.

Corn Island

Y este triunfo tiene dos protagonistas (quizá tres, pues la naturaleza es el omnipresente demiurgo de la historia y del mundo), que no son tanto el abuelo y su nieta como sus miradas, auténticos pozos de humanidad en los que uno bien podría perderse, algo esencial en una cinta que tarda veinte minutos en expeler sus primeras frases y otros veinte en volver a hacerlo. Y en ese duelo de miradas y frases contadas, pero poseedoras de fuerza y sentido (“Esta tierra pertenece a su creador”), emerge el personaje de la nieta y sus ojos curiosos y melancólicos, amén de la extraña sensualidad que destila y que soterradamente recorre todo el film, como la fuerza volcánica contenida que es la etapa de madurez y su correspondiente despertar sexual. Aun con todo, los protagonistas son más bien simples personajes, testigos casi mudos del derrumbamiento del mundo y su posterior resurgir como podría serlo cualquiera de nosotros. La aparición de un tercer personaje en discordia, el del soldado herido, distrae el foco de lo esencial y se desvía del discurso que había primado en el resto del metraje (la solitaria existencia del anciano y la joven), siendo quizá la única nota discordante del relato. Pero la conclusión de ese relato, abrupta y algo difícil de asimilar en un principio, cierra en alto Corn Island, pues unida a la escena final, que nos devuelve al comienzo de la cinta, se revela cruda pero brutalmente coherente con el discurso de su autor, ni pesimista ni optimista, sí quizá melancólico, fiel al fluir de la vida que decía Ovashvili.

Corn Island

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