En plenos créditos iniciales, White God (Kornél Mundruczó, 2014) ya plantea una de las claves de la película en una frase concisa y esclarecedora que viene a decir que el horror es algo que sólo está esperando ser amado. Obviamente, no es extrapolable a todo lo que nos rodea, pero sí acierta a vislumbrar con gran lucidez una cuestión fundamental que se nos escapa demasiado a menudo, tan resbaladiza que recala en una oleada de prejuicios en torno al miedo al otro, al diferente. Mundruczó, asiduo al Festival de Cannes y para muchos niño mimado del certamen, ganó en la edición de 2014 el premio a la mejor película en la sección Una cierta mirada y, de hecho, nos encontramos ante la película del director húngaro que mejor acogida por parte de la crítica ha recibido, al tiempo que sigue sin granjearse popularidad ni relevancia entre el público. Probablemente sí que consiga hacerse ver y oír con la cinta que nos ocupa, más accesible y mejor distribuida y publicitada que cualquier otra de su corta filmografía.
White God hace equilibrismo entre un argumento cercano a una película Syfy y unas maneras propias del cine de autor, aunque bien es cierto que éstas se encuentran dentro de la rama más suave y comercial del mismo, siendo ello por lo que hablo de una película más bien accesible (por si hay alguien a quien las palabras Hungría y Cannes en la misma frase le producen vértigo). El argumento, que se mantiene bastante pegado a la realidad aunque hacia el final se desvincule un poco de la misma por la propia naturaleza de la trama, presenta a una niña, Lili, cuyo perro es abandonado en la calle por el padre de ésta y, desde el momento en que los caminos de ambos se separan forzosamente, la historia sigue el devenir de los dos personajes protagonistas en dos líneas argumentales bien distintas. En dichos destinos divergentes la película juega a mostrarnos la pérdida de la inocencia tanto de la niña como del can, pero en este aspecto ya encontramos una de las primeras debilidades del film pues si bien lo que concierne al personaje de cuatro patas resulta convincente y elocuente, no puede decirse lo mismo sobre el personaje de Lili, cuya evolución apenas rasca la superficie. Este desnivelado tratamiento de personajes también afecta a la película en un sentido más global, ya que mientras las desventuras de los perros vagabundos se siguen con interés y provocan diversas reacciones en el espectador, todo lo que atañe al “bando humano” no consigue más que ser puramente accesorio, plano, frío, sintiéndose tan ajeno como si nos encontráramos ante una película de serie B cuya empatía por los personajes se antoja (casi) imposible. Tampoco ayuda un metraje a todas luces excesivo, cercano a las dos horas, para una historia que quizá no necesitaba transitar con tanta demora todos los meandros que propone su guión.
También posee, por supuesto, un cierto número de virtudes que convierten su visionado en punto menos que estimulante, siendo la más obvia el impresionante trabajo llevado a cabo inherente al hecho de dirigir una cinta con tal número de animales en escena. Las escenas de la jauría recorriendo las calles poseen fuerza y desparpajo, aunque, vista la primera y fascinante secuencia de apertura, poco más tiene para ofrecer estéticamente el film que consiga impresionarnos (el plano final es otro buen pespunte visual). El buen empleo de la música, acompañado por un ocasional y soberbio tratamiento del suspense, son otras de las notas altas que se alcanzan durante una película que, por contra, quiere ser demasiadas cosas a la vez. Pretende ser fábula moral, social y política, amén de una historia (a ratos) de pura acción, y en tamaña ambición temática y tonal se dispersa demasiado, difuminando su alcance y emotividad hasta convertirse en un relato algo distante cuyo mensaje (o mensajes) se ven sobrepasados por la violencia y el caos que van paulatinamente inundando la pantalla. Estos mensajes, o las metáforas resultantes, hablan, en el plano más cristalino, sobre el maltrato animal y el abandono que sufren con tan triste y repulsiva cotidianeidad, pero Mundruczó va más allá de lo evidente y su discurso retrata cómo la crueldad del ser humano, inédita en cualquier otra especie animal que haya hollado la tierra, es capaz de provocar que la inocencia (materializada en Hagen, el perro protagonista) devenga en odio y violencia. También se cuela una referencia a las clases oprimidas, pero es probable que la conclusión final y más profunda de su autor no encuentre un impacto más sentido y comprensible debido a esa indecisión que va nublando la historia, más convencional de lo esperado y deseado. A un servidor, al menos, le queda la sensación de que White God ladra mucho y muerde poco.
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