miércoles, 20 de enero de 2016

Cine Geek

El pasado lunes 11 de enero fallecía David Bowie tras casi año y medio batallando contra el cáncer. Y lo hacía en absoluto secretismo, así revelaba al mundo su enfermedad. Así despedía su función y bajaba el telón, repentinamente. Es una extraña sensación conocer de esta forma el destino de semejante artista, sin la menor advertencia, sin habérsenos permitido amortiguar el golpe. Nada. Sin avisos, rumores, falsos testimonios o filtraciones propias de esta hiperinformatizada era que nos ha tocado vivir. Tan sólo un epílogo, y un epílogo de los grandes, de esos que consiguen enmendar los errores del pasado y afianzar el mito, en la forma de un vigésimo sexto álbum de estudio.

Blackstar se publicaba el 8 de enero y la ventura determinaría que aquello que se intuía como una nueva metamorfosis del camaleón británico debiera convertirse en algo mucho mayor, en una lección, una evidencia de su genio capaz de franquear la barrera vital, capaz de anticipar de forma tan clara la culminación artística de un duelo interno. Blackstar es el canto a la muerte del artista, es su missa pro defunctis. Considerémonos afortunados todos aquellos que llegamos a presenciar este acontecimiento, pues el empeño de Bowie por construir conscientemente no sólo una obra maestra, sino un legado hasta el último de sus alientos es digno de admiración en estos tiempos tan poco dados al sacrificio por el bien común, no digamos ya por el arte.

Cuenta la historia que Molière, el dramaturgo francés convertido en protegido del Rey Sol, salió a escena vestido de amarillo como protagonista de su propia sátira El enfermo imaginario. Tras dos actos soportando los intensos dolores de una fluxión hemorroidal, se desplomó exánime sobre el escenario tras pronunciar la exacta y fidedigna réplica de su personaje “Ah! Mon Dieu! Je suis mort. Je n’en puis plus.” (“¡Ah! ¡Dios mio! Estoy muerto. No puedo más.”). Al igual que Bowie, el escritor encontró su fin habiéndose subordinado a su propia creación.

El músico inglés comenzó sus andanzas cinematográficas de la mano del críptico cineasta Nicolas Roeg, quien le caracterizó en El hombre que vino de las estrellas (The Man Who Fell to Earth, 1976) como un alienígena antropomórfico que aterriza en unos Estados Unidos deshumanizados, donde todavía brotan las secuelas de Vietnam, con la misión de llevar agua de vuelta a su árido planeta. La película, hoy en día un título de culto, sirvió como puente entre el personaje glam de Ziggy Stardust, que Bowie había interpretado tanto conceptualmente en sus discos como en sus actuaciones en directo durante el comienzo de los setenta, y su siguiente alter ego, probablemente el más interesante de su carrera, el Duque Blanco. Ataviado con camisa blanca y chaleco negro reminiscente de la estética cabaretera alemana de los años veinte (una especie de Rudolf Platte engominado, rubio y con pantalones ajustados), el Duque Blanco era el personaje estilísticamente más formal y, por lo tanto, misteriosamente seductor de Bowie. Era la perfecta herramienta para complacer sus excesos dentro y fuera del escenario. El propio artista lo definía como un hombre sin alma que se entregaba intensamente a sus canciones de amor sin sentir emoción alguna, consecuencia de las excéntricas y falsas identidades que había desarrollado en el pasado y que había llegado a despreciar al no considerarlas innatas. Su destructiva adicción a las drogas le obligó a aparcarlo de por vida al año siguiente de su génesis. Habiendo mudado una vez más de piel como la serpiente, Bowie viajó a la capital de la RDA y dio comienzo a su monumental Trilogía de Berlín.

Tras parir de las más sucias entrañas centroeuropeas los grandiosos Low (1977), Heroes (1977) y Lodger (1978), himnos a un ambiente cultural underground, decadente, visceral, rompedor, eléctrico (en ellos podían percibirse distantes acordes krautrock) y que dieron muestra de la capacidad del músico para imbuirse de diversos estilos sin traicionar el suyo propio, Bowie bajó levemente el ritmo, y en cierta medida la calidad, de su obra musical para seguir ahondando en la cinematográfica, dando a luz algunas de sus mejores interpretaciones en la gran pantalla.

Al poco de comenzar la década de los ochenta, compartió protagonismo con Catherine Deneuve y Susan Sarandon en el triángulo amoroso de Tony Scott El ansia (The Hunger, 1983), que trabajaba inteligentemente el concepto de vampirismo en su vertiente más romántica pero acababa diluyéndose entre filtros estéticos y claroscuros deudores de los peores videoclips de Bonnie Tyler. El erotismo exacerbado del director, fallecido hace pocos años, concibió imágenes de un tacto y magnetismo brillantes (pocas veces estuvo la Deneuve tan seductora como entonces) aunque por momentos llegaba a ser demasiado cargante, cabiendo mencionar la escena lésbica al compás del Lakmé de Delibes.

A las órdenes de Nagisa Ôshima interpretó a un mayor del ejército australiano recluido en un campo de concentración japonés en Feliz Navidad, Mr. Lawrence (Merry Christmas, Mr. Lawrence, 1983) y unos años más tarde bordó uno de sus papeles más recordados, el Rey de los Goblins de la fantasía animada de Jim Henson Dentro del laberinto (Labyrinth, 1986), para la cual compone e interpreta cinco canciones originales. Con un reparto formado en su inmensa mayoría por títeres marca de la casa, a excepción del propio Bowie y de Jennifer Connelly, quien ya había tenido su primer papel protagonista el año anterior con el maestro Argento al mando, Dentro del laberinto supuso el reconocimiento del artista británico por un público que hasta entonces se había mantenido alejado de su propuesta artística, el infantil. Muchos de aquellos pequeños espectadores son los que hoy rinden pleitesía al músico.

A partir de finales de los ochenta, los futuros papeles de Bowie en el cine se limitaron a roles secundarios, cameos o apariciones estelares. Ahí está su Poncio Pilatos para Scorsese, su intrigante Phillip Jeffries para la extensión al largometraje de Twin Peaks de la mano de Lynch, su extraña encarnación de Warhol para el gran Julian Schnabel o su papel autorreferencial en Zoolander (Ben Stiller, 2001). De nuevo enfrascado en su producción musical, sus últimos álbumes del siglo pasado no obtuvieron el reconocimiento esperado. Tampoco la formación del supergrupo de hard rock Tin Machine le reportó un gran éxito y sólo consiguieron publicar un par de LPs antes de destruir la formación original. Se empieza entonces a cuestionar la legitimidad del músico, de quien se llega a decir que ha entrado en un estancamiento creativo del que cree poder salir haciendo uso de géneros musicales que no consigue dominar del todo. Discos como Black Tie White Noise (1993), Earthling (1997) o “Hours…” (1999) entroncan en muchas de sus canciones con ritmos urbanos, jungle beats, sintetizadores techno, bases de house y rock industrial que no terminan de pulirse, alejándose de la precisión musical que había predominado en los anteriores trabajos del británico.

Parecía existir una obsesión en Bowie por ajustarse a la nueva música, que había dejado de evolucionar con él y se le distanciaba a pasos agigantados. Para contrarrestar esta creencia, apostó por modelos alternativos en la distribución de sus obras que le obligaron a posicionarse en un estatus superior de la industria, animando al resto del sector musical a innovar junto a él. “Hours…” se convirtió en el primer disco de la historia en lanzarse al mismo tiempo en formato físico y digital. El lanzamiento de Heathen (2002) y Reality (2003), sus dos primeros álbumes del nuevo siglo, concluye con una gira mundial en 2004.

Diez años más tarde, ocurre lo inesperado. Retirado por completo de la escena pública, el artista anuncia de la noche a la mañana y lanza casi por sorpresa The Next Day (2013), una nueva toma de contacto con el mundo. Ya no es Aladdin Sane quien entona los versos, tampoco es Ziggy, ni siquiera queda algo de aquel cantante de los noventa empeñado en encontrar nuevos sonidos a los que darles una vuelta de tuerca. Es David Bowie quien canta y lo hace desde la más extrema sinceridad, sabiendo lo que ha supuesto su música y lo que, de esperar algo, cabría esperar de él en futuros trabajos. Precisamente, todo y nada cabría esperar de un gigante como él, quien tras años de absoluta ausencia decide sacarse un disco de la manga y obsequiarlo al resto de los mortales. The Next Day es una obra no ya de una extrema madurez sino de una tremenda introspección, es el resultado de un hombre que se ha mirado demasiado al espejo durante su vida y ha recapitulado, ha perdonado y se ha vuelto humilde, pudiendo de esta forma reinventarse sin miedo a decepcionar.

El día de su sexagésimo noveno cumpleaños, David Bowie publica Blackstar. Dos días más tarde, los medios se hacen eco de su muerte. Esta vez no es Bowie quien canta, sino la Estrella Oscura, su última encarnación, su último regalo.

Su última función acaba con un grito, mas el aplauso es silente.

This way or no way
You know I’ll be free
Just like that blue
bird
Now, ain’t that just like me?

Lazarus – David Bowie (extraído del álbum Blackstar)

 

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