Aprovechando la curiosa historia que encierra el celebérrimo encuentro entre Richard Nixon y Elvis Presley, la directora Liza Johnson firma una película que representa la reacción que todo ser humano experimenta cuando lee o escucha que el Rey del Rock pudo haber sido un agente autónomo del FBI: estupefacción y una sonrisa sarcástica más grande que la soledad de sus dos antihéroes. Elvis y Nixon adapta con ligereza, y sin entrar apenas en terrenos políticos, la batalla dialéctico-mediática entre dos egos que, abocados al ruido y la furia que se apoderó de Norteamérica en los años 70, sólo buscaban un pedazo de tierra en el que seguir sembrando para vivir al compás del beneficio por inercia.
El patriotismo de marca blanca -aquel con discursos escritos por el anhelo de poder y control sobre el ciudadano medio- marca la pauta de un ejercicio sarcástico que no esconde su objetivo: mostrar sin dobleces el poder mediático que ya por entonces radicalizaba a las masas y, aún hoy día, sigue estableciendo el punto de inflexión entre dos mitos que se negaban a morir. Si bien Michael Shannon, con voluntad de recolector de manías y matices, y Kevin Spacey, explotador de su faceta como imitador hasta la sobreactuación, aguantan éste mano a mano de una forma soberbia, el ritmo subraya un síntoma presente en los tres actos: la estructura no deja espacio para la reflexión, sino para disfrutar de una representación casi teatral sobre las excentricidades que llenaron el Despacho Oval aquel 21 de diciembre de 1970. Invadida por la trascendencia de una fotografía que la nostalgia ha convertido en viral, Johnson se deja llevar por lo que despertó una suerte de fábula sobre el triunfador con alma pequeña que cae en el último asalto; ese instinto primitivo que exhorta a oler la sangre y mirar las vísceras. No obstante, consigue que el tono -uno de los grandes aciertos de la cinta- se revele como la pieza que equilibra el maridaje entre la sátira sin pretensiones y la parodia cuyas seriedad y humor rebasan cualquier posible expectativa. Elvis y Nixon es la otra parte del espejo, la que refleja, de forma casi ridícula, la imagen de una época en la que ambos marcaban el compás socio-político y representaban un modelo -tan hermético como el Comunismo que afirmaban combatir- repleto de carencias afectivas y complejos aún mayores.
Es divertida cuando el foco se aleja del cliché, aunque ello dura lo mismo que la desvergüenza con la que busca sorprender al público: el momento previo a que se desate todo un compendio de momentos absurdos en los que el espectador buscará oxígeno y sólo encontrará un bol con M&M’s y una botella de Dr. Pepper. Elvis y Nixon pierde el interés con vehemencia, se digiere sin apenas notar ardor y se olvida antes de que lleguen los créditos finales.
Para leer el artículo completo sigue el enlace Crítica de Elvis & Nixon
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