En un mundo paralelo al de los humanos, habitan las bestias. En una de las ciudades de este mundo, el señor de la misma ha decidido retirarse para convertirse en dios, para lo cual ha de buscar un sucesor previamente. Por tanto, la ciudad está dividida entre dos candidatos: el trabajador y admirado Iozen y el holgazán con mal genio Kumatetsu. Será en este mundo y bajo estas circunstancias que Kyuta, un niño que vive en la calle y cuyo corazón está lleno de resentimiento, se encuentre con Kumatetsu y acabe convirtiéndose en su aprendiz en el mundo de las bestias, a pesar de las quejas de algunos conciudadanos preocupados, pues los humanos llevan la oscuridad en su interior y esta puede ser muy peligrosa.
De este modo, El niño y la bestia (Mamoru Hosoda, 2015) explora la relación entre estos personajes, como bien da cuenta el título. Ambos son testarudos, vehementes, apasionados y un tanto payasos, y es este conjunto de características lo que los hace tan entrañables y humanos en el sentido más abstracto de la palabra. Kumatetsu acoge a Kyuta como aprendiz a falta de poder encontrar uno en su mundo por ser un paria. Kyuta acepta ser aprendiz a falta de sentirse parte de algún sitio y creerse abandonado por su familia. El dúo irá trabajando semejanzas y diferencias que los harán ir evolucionando, estrechando lazos y creando un vínculo irrompible que los convertirá en una parte indispensable de la vida en la ciudad.
Mamoru Hosoda presenta así un mundo colorido, con una animación plagada de detalle y una estética que varía entre el feudalismo japonés que se puede encontrar en el mundo de las bestias, con el modo de vestir y la iluminación que se encuentra actualmente en Tokio, plasmado sobre todo en el famoso cruce de Shibuya. El retrato de los personajes está cargado de sensibilidad y profundidad, y Hosoda nos muestra sus heridas, su pasado y, sobre todo, sus ganas de mejorar y buscar su sitio.
Y es que esta es una de las tramas que maneja este metraje: la eterna búsqueda de pertenencia que tenemos los seres humanos. Esa necesidad de conectar con otros seres, de formar parte de su vida y ellos parte de la tuya, compartir y crecer juntos. Esto se puede ver no solo en la relación entre Kyuta y Kamatetsu, sino en la posterior relación del niño con Kaede, una joven con la que se encuentra tras años de vivir en el mundo de las bestias. Los tres personajes se sienten aislados, incomprendidos y solos, sin nadie que les apoye, y es a través del aprendizaje mutuo que desarrollan todo su potencial y aprenden a sentirse parte de algo más.
La segunda trama que se trata en la película es aquella del trabajo duro, la búsqueda de la mejora y la autosuperación. Quizás sea un tema recurrente en el anime, incluso en el cine en general, y quizás Hosoda lo trata de un modo demasiado directo, o demasiado a ratos, como para que no sea excesivamente evidente. Al mismo tiempo, debemos decir que no deja de ser una película de aventuras, con un maestro y un aprendiz de artes marciales como protagonistas, así que era bastante previsible que parte de la historia cubriera esta pequeña lección vital. Y en un mundo como el de hoy en día, en el que da la impresión de que la fama y la fortuna están al alcance de cualquiera con suerte, quizás no esté mal que se nos siga repitiendo que las cosas no caen del cielo y uno tiene que trabajar para ganárselas.
En resumen, la película es visualmente bastante espectacular y está bien dirigida, con algunos efectos en determinadas secuencias increíbles. Si bien retrata una historia bastante típica, sobre todo en el anime, lo hace de una manera amena, a ratos muy divertida y sobre todo muy tierna. Así que, si os gusta el anime, o si queréis darle una oportunidad y pasar un buen rato entretenido, esta es vuestra película.
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