Almodóvar escribe Julieta (2016) desde las entrañas y por primera vez en bastantes años se toma en serio a sí mismo, anima al espectador a que crea en él. Por ello recula sabiamente para contemplar el sustrato de su cine, porque es consciente que su nuevo relato no puede permitirse esos arrebatos expresivos de los que tanto ha bebido en el pasado. Julieta no concede una sola digresión que no contenga carga dramática; hay ausencia de números musicales que interrumpen la acción, los créditos iniciales son escuetos y sobrios e incluso se aparta de ese estilismo camp basado en la estridencia cromática asociada al folclore. Sin embargo, su autoría sigue conservándose intacta y es que el cineasta, aun queriendo apartarse de sus fantasmas, de aquellos pilares que tanto le han funcionado en el pasado, ha parido una criatura que conserva la esencia de su estilo único, aunque formalmente depurado. Un verdadero drama, un almodrama en palabras de Molina Foix, de doloroso visionado y reposo tardío. Y es que Julieta retiene algunos de los aspectos típicamente almodovarianos; personajes quebrados, aunque impenetrables, emociones desnudas, diálogos solemnes e incluso el regreso expiatorio al pasado como espejo de símbolos dolientes (así también funcionaba la Barcelona de Todo sobre mi madre (1999), el cuerpo femenino en La piel que habito (2011) o la figura materna en Tacones lejanos (1991) y Volver (2006).
Todavía más, el director no cesa en su obsesiva indagación de los entresijos emocionales que construyen los nexos generacionales entre mujeres, en este caso entre madres e hijas, e incurre en la tragedia como estructura para desarrollar el potencial dramático de las reacciones femeninas ante el dolor. Julieta habla sobre mujeres que soportan en silencio el terrible peso de sus actos, grabados a fuego en su interior. Aun habiendo trasteado con la inevitabilidad de los acontecimientos en filmes anteriores, sorprende que un cineasta tan universal como Almodóvar no hubiese hecho acopio hasta ahora de los conceptos del azar y el destino desde una óptica tan clara para hilvanar sus relatos. La historia de Julieta es la de los hombres y mujeres cuyos caminos se han cruzado y han desaparecido de su vida con la misma imprevisión con la que entraron en su momento, como sombras movidas por los hilos del fatalismo, marcadas por la culpa, el arrepentimiento y la búsqueda de una redención.
Julieta también supone el retorno del manchego a la ciudad que le vio crecer estéticamente. Sin embargo se trata de un Madrid irreconocible, retratado en segundo plano en plazas anónimas y calles desiertas al caer la noche. Como ocurre en la filmografía de Almodóvar y aquí se reafirma, el espacio se postula como una extensión emocional de aquellos que deambulan por él. En esto entra en juego el material del cual parte el cineasta para la construcción de su película, que son los relatos Destino, Pronto y Silencio, incluidos en la colección de historias cortas Runaway (Escapada) y publicados la década pasada por Alice Munro. La concepción del mundo que tiene la escritora y las relaciones que en él se establecen son de naturaleza contenida, silenciosa, introvertida, contrastando con la extroversión, la verborrea febril y la latinidad del cineasta. Por ello, Almodóvar acierta al trasladar la atmósfera canadiense de la fuente literaria a Galicia, Andalucía y los Pirineos, triángulo de contrastes ibéricos cuyo centro de gravedad está situado en la capital.
Es interesante comprobar cómo las tres veces que Almodóvar ha partido de una fuente ajena a su imaginario para la escritura de sus guiones (las otras dos siendo Carne trémula (1997) donde adaptaba a Rendell y La piel que habito donde hacía lo propio con la Tarántula de Jonquet), ha arriesgado en su tratamiento del componente dramático, volviéndose frío, áspero, dando lugar a una aproximación diferente de la sensibilidad a la cual tiene acostumbrado a su público. Por otra parte, cabría decir que la gestación de Julieta en cualquiera de las anteriores épocas creativas de Almodóvar hubiese sido infructuosa, por precisar de una madurez de la cual el director carecía en el pasado. Podría decirse que el director, excesivo y literario en los noventa, no pudo expresar la templanza de una emoción contenida hasta Hable con ella (2004), al igual que John Huston no podría haber rodado Dublineses (Los muertos) (The Dead, 1987) con la sinceridad con la que lo hizo de no haber sido su canto de cisne. La flor de mi secreto (1995), posiblemente una de sus más claras aproximaciones a la depresión femenina desde el prisma de un desarraigo emocional, era demasiado exasperante, demasiado intensa. La angustia de Marisa Paredes, cuyo abrazo a Imanol Arias, inevitablemente ligado al fracaso, se reflejaba roto en los espejos que decoraban su casa, no llegaba a expresar ese sufrimiento que desprende la mirada de Emma Suárez. Julieta, en este sentido, es un largometraje que atisba continuamente el vacío entreviendo un trauma en cada escena, una oscuridad latente de la cual no puede hablarse, que sólo puede expresarse a través de una desgarrada confesión materna. Por ello, queda claro que el cineasta dota finalmente de un sentido a esa estética que lleva tanto tiempo intentando relacionar con su núcleo dramático, con su fuerza narrativa.
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