Admitámoslo, todos pensábamos que Ant-Man iba a ser una gran m*****.
La historia de la adaptación al cine del superhéroe creado por Stan Lee, Larry Lieber y Jack Kirby ha sido uno de esos culebrones que han durado años y han dado mil y una vueltas antes de aterrizar en la gran pantalla. Concebida en un principio como una de las cintas que daría inicio al MCU (Marvel Cinematic Universe) junto con Iron Man, las reescrituras de guión, discusiones de presupuesto y problemas de casting fueron aplazando el inicio de la producción año tras año durante casi una década y con la implicación desde el principio de Edgar Wright (Zombies Party, Arma Fatal). El drama llegó con el abandono en 2014 del director inglés cuando Marvel, tras la compra por parte de Disney, no dio su brazo a torcer en cuanto a ciertas reescrituras de guión y fue Peyton Reed, director cuyas obras más relevantes eran Abajo el amor y Di que sí, el director puesto a los mandos de la adaptación a escasas semanas del inicio de rodaje. Meses después, el lanzamiento del primer tráiler echó abajo todas las esperanzas de que algo del genio de Wright hubiera sobrevivido. Se empezaba a mascar la tragedia.
O al menos es lo que parecía.
Ant-Man (Peyton Reed, 2015) nos presenta a Scott Lang (Paul Rudd), un ladrón con máster en ingeniería mecánica que acaba de salir de prisión y que quiere reinsertarse en la sociedad a fin de poder pasar más tiempo con su hija, que vive con su ex mujer y su prometido (Bobby Cannavale), que para colmo es policía y un auténtico capullo. Scott intenta sin demasiado éxito llevar una vida decente, pero en cuanto las cosas se ponen difíciles recae en su antigua profesión con un robo que le lleva a caer en las manos del doctor Hank Pym (Michael Douglas), el cual necesitará del talento de Scott para hacer frente al malo de la función, el ambicioso magnate Darren Cross (Corey Stoll). Si bien en líneas generales es una historia mil veces vista, y en realidad es que lo es, el punto fuerte de Ant-Man radica en la autoconsciencia del ridículo que la cinta desprende por todos sus poros sin convertirse con ello en una comedia absurda, en dedicar unos minutos a desarrollar personajes y, casi un 90%, en Paul Rudd. Y es que Rudd está que se sale, tanto que es capaz de reconducir el film hacia una identidad propia cuando este parece dispuesto a navegar hacia el convencionalismo. Es un actor con el carisma suficiente como para mirar cara a cara a Robert Downey Jr. y Chris Pratt y hacerte soñar con un futuro encuentro Stark/Quill/Lang. Es imposible no preguntarse hasta qué punto ha sobrevivido el guión de Wright, pero es innegable que Scott es puro Wright, puro humor construido en base a un personaje bobalicón pero de buen corazón a cuyo alrededor se monta la de Dios pero que es capaz de salvar el día pese a su apariencia de mindundi (véase a Shaun o a Scott Pilgrim). En cualquier caso, la cinta sobrepasa las expectativas y te ofrece un poco más de lo que le pides al darte un cuidado en los personajes y una curiosa planificación acorde a los cambios de escala inherentes al superhéroe.
Sin embargo, y a pesar del mérito de sobreponerse a tan problemática producción, la película vuelve a encontrase con el mismo enemigo, en sentido casi literal, que el resto de productos Marvel y que en esta ocasión representa el villano Darren Cross. Si bien Loki y, como mucho, Ultrón se presentaban como villanos más o menos amenazadores o más o menos con una motivación compleja, Chaqueta Amarilla solo aparece para “hacer el malo”. Este resulta un problema que Marvel lleva obviando demasiado tiempo y que finalmente lastra todos sus productos al no ser capaz de construir un antagonista con motivaciones creíbles, complejas o relevantes más allá de la manida “amenaza para la humanidad”. Odiosas pero necesarias comparaciones sacan a la palestra la gran galería de villanos del cine de superhéroes como la Catwoman de Michelle Pfeiffer, el Pingüino de DeVito. Villanos que ponían en aprietos al héroe pero que al mismo tiempo tenían su propio conflicto interno. En Marvel no han aprendido la lección y ello supone un gran problema que en esta ocasión se solventa con un reparto de buenos secundarios. Michael Douglas saca oro de un personaje que en otras manos no pasaría del mentor de turno (el rejuvenecimiento mediante efectos digitales al que se ve sometido el actor es de esos que quitan el hipo como ya lo hizo el Arnold joven de Terminator Génesis) y el trío de amigos del protagonista ocupan el tiempo necesario para no hacerse cargantes (tal vez Michael Peña es el que navega un poco en las aguas del histrionismo pero de nuevo el caracter bobalicón y buenazo de su personaje salva las papeletas).
Llegados al fin de la cinta, nos encontramos con la agradable sorpresa de haber visto un producto divertido, bien filmado y no tan a la sombra alargada de los mastodónticos Vengadores. La referencia al grupo de superhéroes es inevitable, pero hasta ello logra formar parte del espíritu de Ant-Man. No es la mejor película de Marvel y, no, probablemente no sea todo lo buena que podría haber llegado a ser. Pero que me pongan una como ella todos los viernes.
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