Crítica ‘La chica del tren’: Entre el alcohol y el sinsentido
Baile de géneros en ‘La chica del tren’, que funciona más como drama humano que como thriller de investigación. Todo se va al traste por culpa de un pésimo montaje que equivale a mirar el mundo a través de un espejo roto
Hay momentos para todo. Lo bueno del cine (y de cualquier tipo de arte, por otro lado) es que es capaz de sumerjirnos en distintas historias. Tan pronto nos vemos atrapados en una trama de ciencia ficción con hombres voladores como nos introducimos en un drama de época con personajes que existieron en la vida real. La chica del tren, adaptación de la novela de Paula Hawkins dirigida por Tate Taylor (Pretty Ugly People, Criadas y señoras) y con guion de Erin Cressida Wilson, venía a ser una película más que profundiza en el lado oscuro del alma humana. Y, efectivamente, se quedó en la superficie.
‘La chica del tren’ evoca rasgos novelísticos propios de Patricia Highsmith, combinando una mirada morbosa y provocativa en un contexto soberanamente conocido: el amor y el desamor
La chica del tren puede recordar, en ocasiones, a las páginas de una novela cualquiera de Patricia Highsmith. El aliciente femenino, unido a esa rebelión tan humana como es el desamor, ofrece una perspectiva de inicio realmente interesante. El tren funciona no como leitmotiv de la película, sino más bien como macguffin. No es la metáfora de aquella herramienta que empleamos para dejar atrás el pasado ni tampoco para llegar a ningún sitio. Sirve como excusa a la protagonista, una Emily Blunt sincera y eficiente, para hacer algo cercano al voyeurismo pero con matices autolíticos y tóxicos.
El alcohol, los celos, las relaciones extramatrimoniales, el odio, el amor, la rutina, el sexo… Todos estos ingredientes suman al principio de la película para dotar al filme de Taylor de una sensibilidad emocional hermosa. Es la vida siendo cine o el cine siendo la vida. Pero La chica del tren juega a algo más que eso y se marcha a lo psicológico. Al universo de Fincher. O de Lynch. Una parada que nunca debió coger o una parada que nunca debió abandonar. Porque en el intento de cambiar de género es donde La chica del tren pierde el equilibrio.
El director de ‘La chica del tren’ rompe la regla de oro de no tratar nunca al espectador como un estúpido y enseñar aquello que ya se ha dicho
Esa autodestrucción de la protagonista no es otra que tener una ventana a lo que pudo ser y no fue, pero también a lo que es. El tren le otorga la posibilidad de saber cómo es la vida que se escapó y cómo debería ser si pudiera elegir. Pero fuera del tren, la vida no es como parece. En un cruce de personajes que ojalá imitara el modelo de 21 gramos, el director nos va soltando retazos de la vida de las otras dos protagonistas (Rebecca Ferguson, Haley Bennet). El nexo en común es el rol de Justin Theroux, que en un intento davifinchear la película acaba siendo el principio y el final del trayecto.
Lo malo es que en esa vía que es La chica del tren, que podría haber pasado con nota el corte de una película más que baila entre el drama y el thriller, las tablas no están colocadas con comodidad. Hay un regla de oro en el mundo audiovisual: nunca trates al espectador como a un estúpido. Y Tate Taylor lo hace. Sin querer, pero lo hace. Incontables flashbacks con rótulos temporales desbordan la trama y desdibujan los momentos más interesantes del filme. Y, ¿qué aportan? Nada. Solo las imágenes que ya nos habíamos imaginado. Las que nos habían dicho los personajes gracias al guion y habíamos aprehendido minutos antes. Esta ruptura, como mirar a través de un cristal roto la realidad, hacen que La chica del tren pierda cualquier oportunidad de sorprender. De emocionar.
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